El mar en una caracola

“Uno escribe para saber qué tiene que escribir”

Pablo D’Ors

En la cocina de mi casa hay una puerta de madera con dos paneles de vidrio. El cristal es antiguo, con vetas que parecen burbujas de agua donde no cabe el mar.

Donde no cabe el mar suele reinar el silencio, también la escucha atenta de quien sabe que los nudos están hechos de comienzos y desenlaces que nos recuerdan que es inútil convencer a alguien para que escriba algo.

Algo más breve. Creativo. Estratégico, por supuesto. Corporativo, pero sin forzar. Un poquito singular. Lejos de los lugares comunes. Rapidito, que salimos ya. Bien de tono. Pasando por Chat GPT. Sin pasar por la oficina. Ajustado al Target. En digital. Para la edición impresa, también. Sin erratas, por favor.

Es inútil convencer a alguien para que escriba algo porque la escritura, como el amor y las burbujas de vidrio donde no cabe el mar, no se eligen, más bien nos atraviesan.

Un buen día, una voz, un tema, una realidad, un problema, esa persona y todo eso que no esperabas, se planta de bruces frente a ti y te conmueve.

Conmover, en el sentido dinámico de la palabra, es un “moverse con” que algunas veces nos saca a trancas y barrancas de la tiranía del yo, otras nos devuelve a ese espacio y tiempo donde somos de verdad, y siempre nos recuerda que nunca nada es una sola cosa.

De todas las bondades que la literatura nos regala, me asombra especialmente la capacidad de los relatos para conectarnos: con nuestro propio cuerpo, con otras vidas, con el infinito del mar en una caracola.

Más allá de ser instrumento, técnica y oficio, el lenguaje me parece sobre todo vida, perspectiva para un mundo en fuga, la puerta hacia todo eso que no se puede explicar pero tiene sentido: racional o metafórico, tan mitológico como esa burbuja de vidrio en la puerta de la cocina de una vida que ya va por la mitad.

Y contando.

Es inútil convencer a alguien para que escriba algo, pero cada vez más hay más personas que reclaman su tiempo y un papel donde buscar respuestas para habitar esta contemporaneidad de otra manera, desde otro lugar, conmovidos.

“Uno escribe para saber qué tiene que escribir”, dijo hace poco Pablo D’Ors en una entrevista, “es la propia escritura la que te va revelando lo que tiene que salir; en ese sentido, no elegimos nosotros nuestros temas, sino que somos elegidos por ellos y, en la medida en que seamos capaces de esperar los temas, los personajes, las situaciones, lo que sale es lo que tiene que salir”.

Es hermoso pensar que un tema puede elegirte. Es hermoso y esforzado y un jaleo y una responsabilidad; es una gozada y un estrés, a ratos un laberinto y otras pura rutina, siempre cosa por cosa y seguimos que es lo nuestro.

Porque lo nuestro, lo humano es imaginar. Lo humano es crear. Conectar. Buscar el sentido. O crearlo. Y sin cesar, vivir desde la certeza de no saber algo importante, que diría la poeta Wislawa Szymborska.

Ahora que nuestra especie ha recordado que dos más dos son algo más que cuatro y ahí reside el encanto -y la complejidad- de los puntos cardinales, las estaciones de Vivaldi y hasta el cubo que parió Rubik, el lenguaje vive un renacer que podría ser maravilloso.

Una puerta
Un cristal burbuja
Esa posibilidad

Ayer y hoy, el lenguaje es mucho más que una respuesta automática. Si las palabras hablaran, fulminarían con su mirada a todos los que insisten en reducir a lógica racional el infinito del mar en una caracola.

La vida, el lenguaje, nuestra capacidad metafórica para crear y dar sentido a toda esta maravilla que no deberíamos dar por sentada, es demasiado delicada, demasiado ocurrente, poderosa y relevante como para reducirla a una sola cosa.

Ellas, las palabras que nacen de nuestra boca, esas que dan alas y también son casa, quieren volver a intermediar, entretener y negociar. Quieren hacerte reír, guardar silencio y que tengas recursos para afrontar con humanidad lo que está por venir.

Ellas, las palabras que también mueren en nuestra boca, quieren insistir, encontrar el tiempo para volver una y otra vez al quid de la cuestión y que nuestra espalda vuelva a estirarse más allá de la pantalla.

Ellas, las palabras que nacen en nuestra boca y también mueren en ella, quieren volver a ese lugar donde nacen las preguntas primitivas.

Esas que de verdad nos conmueven.